El deber.
Vicente Verdú. El País Sábado 6 marzo 1999
Varios de los educadores veteranos y más conscientes se han hartado ya. José Antonio Marina escribió El misterio de la voluntad perdida, Fernando Savater publicó hace poco su conminación directa: Despierta y lee; y ahora, esta semana, parece en castellano Ten coraje, de Francesco Alberoni. Porque estos tres personajes no se parecen entre sí, gana mayor valor su demanda de valores.
Desde mediados de los años setenta, el muestrario ético de la modernidad entró en crisis, y cada vindicación de la voluntad, la disciplina, el entusiasmo, el esfuerzo o la constancia sonaban ya a monsergas. La vida, orientada por el consumo y la satisfacción inmediata, sería para gozarla aquí, enseguida y sin complejos. Otros profesores, como Lipovetsky, narraron cómo en los últimos tiempos se abrió un horizonte laxo donde podía contemplarse "el crepúsculo del deber".
No sólo el deber de servir a la patria pareció anacrónico, el deber para con los educadores, la pareja, el deber respecto al trabajo bien hecho o los estudios difíciles se rebajaron como un fastidioso lastre. Por el contrario, la ardorosa demanda de derechos decidió el clima, y, a ese calor, la arquitectura ética vio derretirse sus pilares. El todo vale en los asuntos del arte se correspondió con la compota del pensamiento débil, el placer sin aplazamiento se relacionaba con los "pelotazos", las ideologías sin aroma con los pestazos de la corrupción.
La reacción a esa informalidad no es raro que nazca entre formadores de la conciencia. Pero incluso en lo inconsciente, en la moda de las tallas estrechas, en la nueva raya impecable del pantalón Levi's, en los tejidos metálicos, en las formas más retro de los coches, en la estricta política económica, en la nueva escritura o el nuevo cine de precisión, en la proclama femenina, sola y singular, se constata el deseo de un nítido bastidor moral que devuelva claridad, peso y sentido a la tarea de tratar con uno mismo.
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